Por Michelle Mijares
Nunca olvidaré el día que mi profesora de escritura creativa me cambió la perspectiva que tenía respecto a redactar. Era de esas maestras… de las favoritas. De esas que sabes que son más que una autoridad educativa, que tienen contigo una conexión casi maternal. Éramos treinta alumnos en la materia pero dentro de cada lectura ella y yo sabíamos que nos entendíamos más que nadie en ese salón de clases... ¿cómo no iba a entenderme? Me había leído en cada faceta y ángulo. Conocía mi miedos, alegrías, tristezas y nostalgias. Sabía quién era yo.
Tome su curso en verano, de esos que se supone que vivimos los jóvenes con un poco más de entusiasmo, con un poco más de alegría que los demás. Yo no… yo estaba por estar. Era de esas temporadas en las que no estás bien pero tampoco mal ¿saben? Estás en completa calma pero también en pleno desastre. Puedo describir ese sentimiento como un estado de completo y total entumecimiento. Una vida en piloto automático. Nada te divierte y nada te entristece. Estás tú y tu calma eterna, nada más. Por ende en todos mis escritos del curso mi principal tópico era ese: el entumecimiento de mis emociones y el drenamiento total de mi energía. A veces me cuestionaba qué tan mal estaba ser tan honesta en lo que escribía, no poder separarme sentimentalmente de mis palabras. Dudaba de que tan prudente era dejar mi alma y pensamientos en cada oración. La transparencia intacta de mis dudas y cuestiones que se supone deben vivir solo en mi mente. Cada pensamiento intrínseco por más crudo que sea… decidía plasmarlo sin miedo a las repercusiones.
Recuerdo que al comenzar el curso la maestra nos decía: “escriban lo que sientan y dejense perder por completo en sus emociones” y así lo hacía… escribía hasta cansarme. Cada parte de los fragmentos rotos y no tan rotos que llevo dentro, ninguno lo escondí. Note que sentía un confort al escribir con tanta crudeza, sin censura. Con la completa tranquilidad de que mi única espectadora sería ella, que la única testigo de aquel desastre poético iniciaba y terminaba con ella. Fue un lugar seguro. Hasta que después de entregar una de las tareas del curso recibí un mensaje de mi profesora preguntándome si podría publicar mi escrito para toda la clase. Recuerdo que leí el mensaje veinte veces antes de entrar en un estado de shock ¿Cómo íbamos a publicar esas palabras? ¿iba a desnudar mi alma enfrente de treinta personas? ¿treinta desconocidos? Claro que era un reconocimiento, un halago a mis escritos. Pero la idea de ser vista de manera tan personal, tan transparente… amenazaba por completo la máscara que usaba ante mis inseguridades. Y en medio del debate entre un sí o un no, me di cuenta de que estoy completamente aterrada de mi propia vulnerabilidad.
Era para mí una idea de pesadilla el tener a tantas personas leyendo mis pensamientos más íntimos, así que decidí hablar con mi profesora diciéndole que no me sentía cómoda publicando algo tan personal, en ese momento ella solo me tomó de la mano y me dijo: - “Para poder conectar con alguien ya sea por escritos o conversaciones, el factor más importante siempre es permitirle a las personas verte”
Permitir a las personas verte para conectar. ¿Eso es por lo que estamos aquí no? Encontrar y tener la habilidad de establecer conexiones es parte de nuestra programación neurológica, nuestro cerebro es social por naturaleza. Vivimos buscando ese lazo con los demás, esa energía que nos hace sentir vistos, escuchados y valorados. Vamos por la vida cazando esa conexión pura entre almas donde el mundo físico desaparece y la persona que tienes frente a ti es un libro abierto.
¿Alguna vez se han enamorado? En esa etapa en la que todo es nuevo, quieres conocer completamente a la otra persona. Exprimir cada una de sus memorias, aprenderte todas sus ideas. Deseas con todas tus ganas serlo todo para ellos. Esto puede pasar sin precauciones cuando es tu primer amor claro; pero una vez que llevas rato jugando en esta cancha de niños y niñas, estrategias, instagram y ghosting, la cosa se pone un poquito más difícil ¿no?
Para la segunda ronda llegas un poco más frenado, con más miedo y reservas dentro. Cuidas con sigilo ese pedazo de corazón que te queda, y tratas lentamente de no activar ningún sentimiento pues porque.. Dios no lo quiera ¿verdad? El exponerte a ti mismo a encontrar algo tan genuino que te ponga en una posición donde tienes algo valioso que perder. Te lleva a pensar dos veces en esa idea… la idea de abrirse de nuevo. La idea de permitirle a un extraño que entre a tu complejidad y pueda mirar desde adentro, regalando por completo la oportunidad de que te rompan otra vez. Pasaste tanto tiempo levantando tus defensas y marcando tus límites que ya no sabes dónde acaban. Entonces terminas entregando una parte de ti, casi sin querer. Y de pronto tu vida ya no es solo tuya… de pronto tienes algo que perder. Y aquí es donde sabes que estás parado en lo más frágil que puede haber: tu vulnerabilidad.
Considero que la vulnerabilidad llegamos a esconderla hasta de nosotros mismos. Pensamos que la felicidad es el único reflejo que debe ver el mundo exterior, como una fachada que oculte lo que realmente somos. Tapamos con momentos efímeros de felicidad la complejidad que somos por dentro. Pero realmente ¿qué es para nosotros la felicidad? La construcción de la felicidad es algo subjetivo, es una serie de cosas arbitrarias a las que les agregamos un valor intrínseco, hablamos de una relatividad infinita porque ¿cuál es el concepto de felicidad para cada persona? Esta pregunta tiene millones de respuestas. Todos vivimos en un ciclo hedonista donde normalizamos nuestra felicidad en el momento actual, acostumbrándonos a ella, y por ende buscamos siempre algo más. La felicidad es una transición constante, porque un momento feliz por más que lo queramos o no: siempre puede mejorarse. Por otra parte, si pensamos en el otro lado de la balanza, la tristeza puede ser adictiva. Ese sentimiento de dolor logra muchas veces hacernos sentir en casa. Esta emoción es lo que conocemos y en lo que nos sentimos cómodos. Algo familiar y conocido.
Pero mi objetivo aquí no es el de cuestionarme qué es la felicidad y el dolor para cada persona, porque hablamos de un ciclo infinito de relatividad y definiciones. Mi objetivo es el de preguntarnos ¿porque muchas veces nos vemos en el conflicto de elegir uno o el otro? Estoy segura que si el artículo que mi maestra buscaba hacer público ante mi salón hubiera sido alguna historia inventada con un final feliz, o una historia de amor cliché con un final triste, no me hubiera sentido tan contrariada en invitar a las personas a leerlo. Pero esta vez no fue así. No eran palabras ficticias, tampoco una historia derivada de mi imaginación. Era yo. Completa y transparentemente yo. ¿Porque tenía tanto miedo de dejar que las personas me conocieran?
Para mí era completamente aceptable que mi profesora lo leyera, y que supiera todo de mí. Aún siendo nuestra única interacción mis escritos y sus revisiones, sentía nuestra conexión pura y genuina. Y ahí es cuando descifre...Nuestra única interacción habían sido mis palabras y sus retroalimentaciones. Nunca habíamos charlado fuera de clase, ni por los pasillos, pero entre ella y yo sentíamos por completo que nos conocíamos. Y no era una idea incoherente, era por completo real. Mi vulnerabilidad le había abierto una puerta a verme y entenderme; y de manera intangible logramos formar un lazo personal como autor de libro y sus leyentes. Esta conexión que a mis ojos era tan pura, era de lo que me estaba perdiendo al querer evitar dejar salir mis textos para los demás. Me estaba robando a mi misma la oportunidad de que me vieran. Estaba completamente aterrorizada por la vergüenza que me daba mi vulnerabilidad, y me había negado la oportunidad de conectar con alguien más por medio de mis palabras.
Aquí es donde comencé a ver la vulnerabilidad y el abrirse a los demás como un atajo mágico que te lleva no solo a conectarte con alguien, sino también contigo mismo. El poder visitar tus dolores y tristezas para con ellos crear algo tan tuyo y después compartirlo con los demás nunca me había sonado tan bonito. Note la diferencia de mis escritos cuando no los plasmó con mi esencia y que al publicarlos no se sienten míos. Empecé a darme cuenta que cuando realmente escribo desde adentro las personas logran identificarse con mis sentimientos y a través de las palabras generamos un lazo personal, un lazo genuino. Porque por dentro todos somos criaturas complicadas. A todos nos asusta la vida, ver pasar el tiempo y no saber como detenerlo. Todos hemos llorado por algún amor y las decepciones nunca nos han faltado. Pero todo esto, todas estas emociones de alegría y dolor son la combinación que nos hace a nosotros mismos, a todos de una manera única y especial. Esconder de las personas tu vulnerabilidad es robarle un pedacito al mundo de lo que tienes por entregarle, porque NADIE ve la vida como tú. Tu punto de vista tan único es lo más precioso y valioso que puedes entregarle a tu arte. Mediante tu vulnerabilidad puedes crear obras hermosas, no importa lo que sea: canciones, poemas, retratos o fotografías. Lo que sea que salga de tu más pura esencia, de tu más vulnerable núcleo, no puede ser más tu.
Después de publicar mis textos recibí mensajes de algunos compañeros y una que otra invitación para tomar un café. Mis escritos acerca del entumecimiento emocional que en ese momento sentía habían tocado de manera especial a las personas, porque no hay nada más bonito que saber que no eres el único que se siente de alguna manera. No existe algo más especial que poder encontrar un lugar donde te entiendan. Leer palabras aunque sean ajenas muchas veces logra poner en oraciones exactas emociones que no sabemos describir. Apreciar la perspectiva de los demás logra enriquecer aún más tu manera de ver las cosas. Tu manera de sentirte. En aquel curso aprendí mucho sobre técnicas de escritura y conjetura de palabras. Pero lo más valioso sin duda fue entender que: Para poder conectar con alguien ya sea por escritos o conversaciones, el factor más importante siempre es permitirle a las personas verte… y que no hay nada más valiente que la vulnerabilidad.