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Océanos y el origen de otras cosas

Océanos y el origen de otras cosas

Por María Martínez Marentes 
COSAS NATURALES
Océanos

Ella era del tipo de mujer que sonreía en la calle. Su café lo pedía con leche y desayunaba algo dulce para el alma. Era del tipo de mujer que lloraba en el baño para que nadie la viera, que se aguantaba las lágrimas si había gente cerca, que si lloraba, nunca sollozaba para no aturdir a los vecinos ni a los perros. Un día, leyendo las tragedias del día, sintió que sus lágrimas cambiaron de rumbo y en vez de salir por el ojo, recorrer sus cachetes y caer en la mesa, se fueron para adentro. Las sintió por detrás de la nariz, por su garganta, pasaron por el pecho y recorrieron sus piernas como si fueran resbaladillas. Se colocaron finalmente en las puntas de los pies, en el rinconcito más profundo. La sal le daba cosquillas. Cada día pasaba lo mismo, las lágrimas iban llenando poco a poco su vacío: los talones, las rodillas... se dibujaba líneas en el cuerpo recordando cuando los padres marcan en la pared la altura de los niños. A ella le gustaba porque podía llorar todo el día sin sentir la culpa –la puta culpa– de que la vieran. Dejó de sentir el miedo a que la llamaran Triste. Cada lágrima la hacía sentir más llena, más viva, más salvaje. Mareas en su ombligo y en sus hombros. Sentía las olas en su nuca. Llenarse de gotas, se convirtió en su rutina: entre el café y la regadera unas veinte o treinta, entre las ganas y la puerta, otras diez o quince. Las lagrimas llenaron cada centímetro de su vacío y un martes cualquiera, ya era océano. 

Ballenas

ya era océano. Su corazón, ballena.

Nomeolvides

Su color favorito era el cielo-azul-oscuro-pero-claro. Un azul no cielo-de-día-lluvioso ni tampoco color cielo-de-día-normal. Era un azul que solo se veía a ciertas horas, de ciertos días, en ciertos lugares. A las cinco de la tarde, de un martes sin café, desde su techo, por ejemplo. La primera vez que vio ese color quedó profundamente enamorada, no podía apartar su vista, suspiró hasta quedarse sin aire. Pero, apenas el tono cambió, ella olvidó por completó que lo vio, que lo sintió, que se enamoró. Fue hasta otro martes que lo volvió a ver y recordó que no era la primera vez. Una sabe cuando se enamora, te das cuentas en el segundo exacto y para ella, estar enamorada de un cielo-azul-oscuro-pero-claro, era una certeza. 

Pero lo olvidaba apenas cambiaba de color o una nube se colaba. 

Lo que sí, es que desde esa primera vez, ver otros cielos la enrrabiaba. Vivía sus días viendo para arriba en espera de algo que no sabía qué era. Su amor estaba ahí, lo sentía, pero ¿qué amaba? ¿dónde estaba? 

Un martes subió a su techo, eran las cinco de la tarde y notó que unas florecitas azules habían nacido en una grieta. Eran exactamente de ese azul-oscuro-pero-claro y recordó ese cielo que la había dejado sin aire. Volteó para arriba y se supo correspondida. El cielo le imploraba Nomeolvides. 

 

Raíces

El mundo de afuera la asustaba. Entre su polvo, su taza y sus pasos, era donde ella se sentía segura. Era del tipo de mujer que sonreía para adentro y se difuminaba en multitudes. Prefería el silencio y su techo al ruido de afuera. Lo alto de las nubes le causaba pavor, como si pudieran caerse y destrozarle la 

casa. Sus cobijas eran su escudo y las llaves de la puerta, su espada. El miedo provocó que sus pies se pusieran en huelga: dejaron de caminar en el concreto de la ciudad, lo más lejos que llegaban era a la puerta de la entrada (y digo de entrada porque ya nadie salía). Sus pasos empezaron a ser más lentos, las paredes de la casa se achicaron y el mundo de afuera se hizo más grande. Entra la cocina y el cuarto, ya no había distancia y a la mitad estaba el baño. Caminar se hizo incensario. Bastaba con estirar sus brazos para alcanzar los objetos que necesitaba, la mano derecha estaba a la distancia justa de la taza de café y la izquierda cerraba la cortina. No tardaron mucho en nacer y resultaron ideales para atarse al piso, su inmovilidad ya no era su culpa sino de ellas, de la especie de ramas que salían de sus uñas y de sus talones. Mataron su pesadilla de volar algún día y por primera vez en siglos, ella sonrío. Con el tiempo la casa desapareció y ella dejó de notarse (eso pasa cuando el mundo te olvida). Lo único que quedó fueron las raíces que antes eran pies y su silueta se confundía con la de un árbol cualquiera. 

Aguacates 

La confundieron con aguacate y le arrancaron el hueso. No le quedó de otra más que vivir hueca. 

 

COSAS DE LA CASA

Escobas

Ella era del tipo de mujer que se paraba en esquinas a observar el movimiento. Le encantaba ver los pasos de otros, los giros inesperados y alguna que otra vuelta. El movimiento de las bocas y de los ojos, le gustaba pero, especialmente, amaba ver los pies. Adelante, atrás, de lado. Cada par de zapatos tenía un ritmo distinto y amaba hacer parejas en su mente: esas botas caminarían muy bien con aquellos tacones (era un tema de ritmo). El par negro combina divinamente con los verdes (era un tema de tiempo). El problema llegaba cuando los pies se iban y el polvo se notaba. Ella salía a limpiar el piso para que aquellos pies regresaran a moverse de un lado y para el otro al día siguiente. En el proceso, y sabiéndose invisible, ella bailaba. Los años la hicieron rígida del cuerpo pero llena de movimiento en los pies. Una escoba que bailaba el polvo que otros dejaban. 

 

Espejos

Ella sentía que alguien más vivía en su casa pero no podía probarlo. En las mañana siempre encontraba una taza casi vacía de café que no recordaba haber preparado. Aunque creía que tiraba los cepillos de dientes viejos, siempre había al menos dos en el baño, paraditos, formados y listos para realizar un buen trabajo. Cuando se metía a bañar, la cocina se inundaba de olor a pan tostado y cuando dormía, podía jurar que alguien bailaba en la sala. La idea no la asustaba, había algo natural en la presencia de la otra. Compartían hábitos y gustos. Ambas dejaban el último trago de café sin beber, doblaban las hojas de los libros y rayaban en la obsesión de abrir ventanas y cortinas. Lo que le molestaba no era que la otra estaba sino que no podía verla. Quería saber el color de sus ojos y si tenía cicatrices de angustia en el rostro. Quería saber si se peinaba o era del tipo que ignoraba los cepillos. Quería verla para saberla feliz o triste. Intentó quedarse despierta durante la noche pero la música la dormía, intentó esconderse tras las cortinas para ver si pasaba pero se distraía viendo hacía afuera. 

Sucedió mientras se lavaba la cara un día en la mañana después de llorar con pan tostado. Miró hacía el frente y la vio mirando de regreso. Sonrieron. 

 

Sillón

Su casa se le hizo chica el día que le dijeron que por razones naturales, no podía salir. La razón era que el aire de afuera se había hecho dañino. Asesino de humanos y de amores que se hicieron viento. Primero se hizo un café y sonrió. La idea de no salir le resultaba sospechosamente agradable. Regó las plantas, sacó el azúcar, preparó el pan. Se sentó en una clase de silla disfrazada de cama y se quedó quieta-muy-quieta viendo la pared. El tiempo pasó y el aire no perdonó. Sus pies se hicieron patas y sus muslos un colchón. Su torso se hundió hasta desaparecer y en lugar de pechos nacieron cojines. Sus ojos, botones. La silla disfrazada de cama ya tenía alma de esperar. Sillón. Así la llamaron los primeros en encontrarla. 

 

 

 

 

 

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